Castañeda como síntoma
Se dice que cuando un miembro del sistema está “enfermo” o presenta “problemas” es en realidad el sistema el que está enfermo. Lima no es la excepción. Una ciudad saludable y armónica no habría elegido a alguien bajo el argumento de “roba pero hace obra”. Una ciudad saludable y armónica sabría que por el bien común deben modificarse prácticas caóticas y violentas como el transporte público.
Lima no es una ciudad ni saludable ni armónica, su alcalde tampoco podía serlo. Lima es también el síntoma del Perú, un Perú que sigue siendo Lima, una Lima que no es un bar sino un mural, y que tampoco es Valdelomar sino Castañeda.
Se suele olvidar con frecuencia que el Perú es un país post-colonial y post-conflicto que continúa reproduciendo relaciones de poder coloniales y que no ha resuelto las situaciones que generaron 20 años de violencia, y que por el contrario pareciera haberse acostumbrado a ella. Se debe recordar que no solo se sufrió violencia terrorista entre los ochenta y noventas, sino que a esta se agregó una crisis institucional y de las organizaciones civiles, una crisis de partidos, y claro, una grave crisis económica. Frente a esta última se levantó el neoliberalismo como la solución, arrastrando consigo el individualismo como valor.
El sálvese-quien-pueda era aplicable tanto para escapar de la violencia como de la pobreza, enarbolando como valor lo que hoy se conoce como “emprendedurismo” (contrario a los valores solidarios) y normalizando la violencia y el caos, como un telón de fondo donde los pescadores emprendedores obtienen sus ganancias.
No importa el bien común, perdiéndose la capacidad de leer el entorno desde una mirada colectiva. Es así que al pensar en el transporte público, cada quien examina si las condiciones le son convenientes en función a su economía y rutina individual, sin tener en cuenta que es mejor para el conjunto. Desde esa perspectiva, comprar un auto resuelve el problema individual, pero se aumenta el colectivo con un carro más dentro del embotellamiento.
En Lima el caos es el río revuelto en que la mayoría se siente cómoda mientras busca resolver necesidades básicas, concretas como el cemento y la pintura. La capacidad de soñar pareciera hipotecada a un plazo más largo que la deuda externa, y lo no tangible se convierte en un lujo, en una carga que violenta la lucha cotidiana por la supervivencia.
Y esto es lo grave, porque se sigue pensando y actuando como si la situación fuera la de los noventas, temiendo por ser acusado de pensar subversivamente, disputando migajas carroñeramente y mirando rivales en cada vecino, mientras se habla de progreso y de abrirse al mundo. En el fondo, las personas saben que el país no está realmente mejor que hace 15 años, pero no pueden verbalizarlo por el mismo temor a perder lo conquistado. Al no verbalizarlo, se requiere un síntoma para expresarlo, y el síntoma es hoy Castañeda y fue ayer el rechazo a la propuesta de Villarán.
La metáfora es más o menos lo siguiente: “Esta ciudad no puede hablar, necesita estar callada en sus paredes, en sus calles, en su autoridad, porque hablar aún es peligroso”.
¿La terapia? Hablar. Hablar en voz alta, en las calles y paredes, decir que el país sigue mal, que no es verdad el progreso, que no es verdad la paz, que es mentira la panacea neoliberal y que no es violencia hablar. Violencia es callar.